jueves, 31 de enero de 2008

Huevos Rotos


Ayer fui a comer a un restaurante de lo más chic. Por suerte tengo un padrino al que de vez en cuando le gusta dars eun caprichillo culinario y se apiada de su empobrecida ahijada.

El sitio era uno de esos restaurantes de líneas depuradas, ambiente aséptico y grandes fotografías en blanco y negro colgados de las paredes.

Por tercera vez desde que acabasen las vacaciones de Navidad me había propuesto comenzar un régimen. Aquella misma mañana había empaquetado mis artilugios gimnásticos y estéticos para poder ir hacer un poco de deporte en la hora de comer.

Dos horas más tarde me encontraba en una situación de lo más inapropiada: en lugar de estar sudando el embutido que había deglutido el día anterior en una barbacoa, allí me encontraba yo, mojando pan en un pequeño recipiente que adiviné era para algún tipo de desperdicios. Cuando el maitre pasó junto a nuestra mesa no se le cayeron los globos oculares sobre los platos porque no hubiera quedado fino. El caso es que en este punto, yo ya estaba pensando en comerme la manzana que había de decoración y que le daba el único toque de color al conjunto de la mesa.

Abrí la carta y me propuse elegir sólo aquellos platos hipocalóricos o, al menos, lo menos grasientos posible. Mi vista repasó la lista de ensaladas y entrantes fríos con combinaciones lingüísticas que ahora no recuerdo, pero que seguro eran del tipo: coulis de pera sobre lecho de tempura de alcachofa deconstruida.

Cinco minutos después engullía ferozmente unos huevos rotos con longaniza que jamás soñé que disfrutaría tanto hasta el punto de olvidar que en un par de días los tendría irremediablemente enganchados a la cintura, como un novio pesado.

Otro día más a la basura. Por supuesto, al caer la noche volví a pegarme el atracón. Total....

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