jueves, 29 de mayo de 2008

Cerezas y pis de gato


Hace unos días decidí ir a visitar a mi abuela y, de paso, descansar un poco en su casa en el pueblo. En general, es un sitio de lo más tranquilo y cada vez que voy vuelvo de lo más relajada, pues, antes mi abuela y ahora mi madre, me tratan a cuerpo de rey. La comida lista en la mesa, pan rústico, comida del huerto y las cerezas más grandes del mundo.


Todos estos factores se vieron acrecentados el día en que mi madre descubrió la Termomix. Ese gran robot hizo que mi madre pasara de ser una cocinera mediocre a una chef capaz de elaborar platos de cuchara pero también exquisitos postres como "bolovans" o "lionesas". Su último hit, no obstante, ha sido "El maravilloso mundo de la Mermelada". A finales de verano mi nevera está llena de mermelada de melocotón, albaricoque y hasta tomate. Pero este año ha introducido un nuevo ingrediente: la cereza. En mi pueblo están las mejores cerezas que he probado, así que cuando el otro día me dijo que había ido a recoger ella misma las cerezas, y las estaba pelando me embargó la emoción. Pero lo más exquisito fue cuando a la mañana siguiente mi desayuno fueron unas tostadas de pan de pueblo con aceite de oliva y mermelada de cerezas recogidas el día anterior.


Ciertos lujos no se pueden comprar con dinero. Fue la mermelada la que me hizo olvidar la terrible noche que pasé. Cada vez que voy al pueblo, me alegro por dormir en la mejor cama del mundo. La cama que mi madre tiene en la casa del pueblo para nosotros es de un material de esos que ahora todo el mundo quiere tener y que yo solo tengo cuando voy allí. Además las sábanas siempre están limpias y las almohadas también están hechas con materiales ultra cómodos. No era muy tarde, la verdad, pero busqué una excusa para irme a leer y disfrutar de mi momento del día y dejar que Morfeo fuese sustrayendo mi conciencia poco a poco mientras mi cuerpo sería engullido por el látex.


Así pues, me puse el pijama de ositos que tengo reservado para mí en el pueblo y me introduje entre las sábanas. Abrí mi libro y sentí una plenitud increíble. No obstante, cuando me movía para cambiar la posición, un hediondo olor emergió de entre las telas y pensé que se debería al río que discurre a pocos metros de la habitación. No le dí más importancia. Cuando mis ojos comenzaban a pesar, el hedor, como si se tratara de un martilleo olfativo incesante me hizo salir del estado de duermevela de nuevo, así que intenté hermetizar el contenido de las sábanas bajo mi barbilla para evitar que continuase subiendo hasta mis fosas nasales.


No sé qué hora sería cuando de repente todo cobró sentido. Yo estaba en la misma postura, cuando el gato de mi madre subió y se meó por toda la colcha. Obviamente la orina traspasó las sábanas y se asentó un aroma repulsivo que no me dejaba disfrutar de la mejor cama del mundo.


A la mañana siguiente se lo conté a mi madre quien no sólo negó rotundamente que fuese el gato sino que se atrevió a sugerir que el olor se debía a "que las sábanas llevan puestas todo el invierno".


Horas después me llamó para confirmarme que había sido su minino quien había "marcado" (que no meado) sobre la colcha de mi cama.

martes, 6 de mayo de 2008

Erratas

No quiero pecar de pedante, así que no diré nada.

lunes, 5 de mayo de 2008

Supercámara


Mi madre me ha hecho el mejor regalo de mundo: una cámara de fotos.
Gracias a ella (bueno, a ellas) podré documentar mis diferentes historias pues la llevo allá donde vaya.

De hecho, quiero dedicar esta entrada a una mujer que no sólo ha marcado mi vida sino a la que, además, admiro enormemente por ser una de las mujeres más fuertes del mundo: la señora Milagros.

Leo de signo zodiacal, Milagros nació en un pequeño pueblo allá por 1929. Los recuerdos que ella tiene de joven son más bien pocos, pues tuvo que trabajar desde muy pequeña y colaborar en la economía familiar. Con la llegada de la Guerra Civil interrumpió sus estudios aunque no su afán lector y de conocimiento.

La joven recatada y católica practicante se casó, poco después de la muerte de su padre, con un robusto harinero llamado Nicolás y oriundo del pueblo vecino. Con este hombre abrió una panadería en la que trabajó incansablemente hasta el día del cierre del horno. En ella vio nacer y crecer a sus tres hijos.

No obstante, yo la conocí mucho después. Entonces era una mujer que, a pesar de no trabajar en la panadería, trabajaba para todo aquél que tenía a su alrededor. Afeitaba, bañaba y cortaba las uñas a su marido. Cuidaba de sus nietos el tiempo que hiciera falta y sin rechistar, los educaba e incluso jugaba con ellos. Y ayudaba en las tareas del hogar a sus hijos siempre que podía.

Una de las características que yo más admiré fue la de soltar por la boca todo aquel pensamiento que llegase a su mente sin ningún tipo de tapujos. Así surgieron de ella frases tan míticas en mi repertorio oral como:
-¡Donde pago me cago! (haciendo referencia a que el cliente siempre tiene la razón)


- Pues unas gafas más feas no te podrías haber comprado, hija mía. (haciendo referencia a unas gafas Carolina Herrera de pasta de lo más mono y caro).


-¿Pero no has dicho que ibas a ir a la peluquería?
-Sí, claro.
-Joder, ¿y para eso has pagado? porque eso parece más una venganza que un corte de pelo.


Y ahora, pese a haber pasado muchísimo tiempo juntas, la edad ha hecho mella no solo en su cuerpo sino en su mente. A veces le juega malas pasadas y no la deja reconocerme. Pero yo sé que en sus ojos fatigados aún está ella: mi querida abuela.